La Somalia refugiada

Reportaje escrito junto a Carlos Castro y Gemma Garcia, ganador del Premio de Periodismo Solidario Memorial Joan Gomis 2010 en categoría de inéditos. Posteriormente fue publicado por la revista El Ciervo, co-organizadora del certamen. Las fotografías son de Carlos Castro García.

Refugiados somalíes esperan para recoger su ración quincenal de alimentos. Crédito: Carlos Castro García

“Bienvenidos al campo de refugiados más grande del mundo”. Hassan es somalí. No es pirata. Odia las armas y sería feliz con una Somalia en paz. No forma parte de ninguna milicia islámica. Hassan tampoco teme por su vida o la de sus hijos, ni al levantarse por la mañana debe calcular qué calles tomar en su camino al trabajo para reducir el riesgo a morir por una bala perdida, como sí deben hacer los habitantes de Mogadiscio o Kismayo.

Sin embargo, Hassan, corpulento, de cara redonda y risueña y barriga prominente, se siente preso. Tiene 28 años, y desde hace veinte se encuentra confinado en el campo de refugiados de Dadaab, en Kenia. Sus 300.000 habitantes, un 95% de ellos somalíes, son la cara invisible de uno de los conflictos olvidados más longevos de África.

Esta árida estepa a un centenar de kilómetros de la difusa frontera entre Kenia y Somalia, acoge a parte del millón y medio de desplazados que ha generado el conflicto somalí en casi dos décadas. En 1991, cuando empezó la guerra, el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) creó en la zona tres campos –Ifo, Hagadera y Dagahaley, separados entre ellos por una decena de kilómetros–, que toman su nombre genérico, Dadaab, de la región keniata que los alberga.

Teóricamente temporales, los campos fueron diseñados para albergar a 90.000 personas. 19 años después, las previsiones iniciales de población se han triplicado, y la superpoblación, la escasez de recursos y los ciclos de sequías y aguaceros ponen en jaque la vida en Dadaab. Y sólo desde principios de año hasta marzo, 100.000 personas abandonaron sus hogares en el país del cuerno de África debido a la guerra, una décima parte de ellas con destino a Dadaab, según datos de ACNUR.

“Hay más gente de la que se puede ayudar desde hace más o menos un año y medio” explica Richard Acland, máximo oficial de ACNUR en el campo. “Esta situación afecta la propagación de epidemias, no hay suficiente espacio, ni instalaciones, ni escuelas. Además, esto conllevará problemas sociales, por el hacinamiento de mucha gente en una área pequeña”.

El presupuesto que ACNUR gestionó en Dadaab en 2009 fue de 26 millones de dólares, una cifra que debería ser tres veces superior, según afirma Acland, para “alcanzar unos niveles estándares en los servicios”. Y añade: “También nosotros sufrimos la crisis económica, y los gobiernos y las empresas deciden dónde creen más útil invertir”.

Crédito: Carlos Castro García

En sus casi dos décadas de historia, Dadaab ha olvidado el concepto de provisionalidad presente en todo campo de refugiados, para desarrollar una vida propia. Con una población similar a la de Gijón, el campo cuenta con mercados, teterías, cafés, restaurantes, hoteles, o los populares puestos de televisión, donde los jóvenes ven con auténtica devoción los partidos de fútbol de la Premier League. Todo un mundo, eso sí, en construcciones de latón, barro y madera, y con el suelo invariablemente de arena.

No hablaríamos, sin embargo, de desarrollo económico ya que la idea de provisionalidad sí guía las decisiones de ACNUR. Como explica Juergen Feldmann, responsable en Dadaab de la ONG CARE, la mayor y más activa: “Promovemos el empoderamiento, algo para sobrevivir, pero no para acumular bienes. Ello no estaría en consonancia con el Estatuto del Refugiado. La idea es que los refugiados vuelvan algún día a su país o los recoloquemos”.

Hassan es un ejemplo. Tras veinte años trabajando de todo consiguió un vehículo de unos familiares de Nairobi convirtiéndose así en uno de los pocos taxistas del campo. Ello le permite formar parte de lo que llama la “clase media-alta” de Dadaab. Pese a ello, aclara, “en el campo, la gente que se compra un coche no sólo lo hace para ganar dinero sino para ayudar a la comunidad. A veces puedes trabajar todo el día y no ganar nada”. En un contexto de escasez, este vínculo comunitario es necesario y habitual. Más cuando la mayoría de refugiados no tiene tales oportunidades y se ve obligada a subsistir con la ayuda de las agencias.

“Hay un síndrome de dependencia porque todo se lo pedimos a las ONG. Y esto no es deseable”, explica Omar Abdi, como Hassan, de 28 años y con dos décadas en el campo. Es finales de mes y la comida escasea. El reparto de alimentos se hace cada 15 días y, desde su veteranía, Omar explica el ciclo de la siguiente manera: “Los primeros cinco días, cuando todos tienen comida, la gente está feliz. Los siguientes cinco aún hay alimentos pero ya no son suficientes para comer dos veces al día, así que los refugiados se entretienen contando historias. Los últimos cinco son los días del silencio”.

Según afirma Juergen Feldmann: “La cantidad de comida está pensada para una ración diaria de 2.100 calorías por persona, el estándar. Contiene comida energética como maíz o harina, y proteica, como judías, lentejas y aceite vegetal”. “Es suficiente”, asegura. Los refugiados no lo ven así. La escasez en los lotes de comida es una queja constante y generalizada. Con excepciones. “Cuando vienen delegaciones de observadores al punto de distribución de alimentos, entonces sí se llenan las tazas de comida y aceite, hoy ha sido el caso con vuestra presencia”, afirma Mohamed Alí, un tipo pequeño y de gesto afable, que ejerce de líder del bloque N-0.

En el bloque de Alí, el más veterano sólo cuenta con dos años en Dadaab. Considerado hasta hace bien poco fuera de los límites del campo, el N-0 es uno de los lugares donde se instalan los últimos en llegar de Somalia. Son los pobres entre los pobres. Unas cuarenta tiendas levantadas entre escombros siluetean esta tierra inerme.

Crédito: Carlos Castro García

“Tenemos nuevos recién llegados, ¿os queda algo de comida para dar?”, repite incansablemente de tienda en tienda Mohamed Alí, en su papel de líder. La mayoría no pueden permitirse donar nada, apenas cuentan con alimentos suficientes para una comida al día. El resto colabora de buen grado con Mohamed Maalin y Starlin Garad.

La pareja, con tres hijos, tardó 21 días en llegar de Mogadiscio. Un viaje cada vez más difícil ya que en 2007 Kenia decidió cerrar su frontera de 682 kilómetros con Somalia alegando razones de seguridad. Un informe de Human Right Watch de 2009 denuncia que la medida ha provocado que los solicitantes de asilo sufran “la extorsión, la detención, la violencia y la deportación por parte de la policía keniata”.

A este respecto, Richard Acland asegura que “es ilegal negarle el derecho a una persona a huir de su país si su vida corre peligro, mucho más deportarlo. Es un asunto que estamos tratando con las autoridades de Kenia”. Pero añade: “los 6.500 refugiados que llegan cada mes demuestran que la frontera no está realmente cerrada”. Cierto, pero la medida ha tenido graves consecuencias para los solicitantes de asilo, que deben recurrir a las redes de tráfico de personas para cruzar la frontera. Maalin y Starlin, por ejemplo, debieron pagar 100 dólares a un camionero para entrar clandestinamente al país.

Si bien Kenia alude a la seguridad para cerrar la frontera, una de las razones principales es la falta de suelo. El terreno que el gobierno de Kenia cedió a ACNUR en 1991 se ha agotado. Ya en 2008, el ejecutivo keniata aceptó integrar el N-0 al campo y, desde hace meses, Naciones Unidas negocia la implantación de un nuevo campo, Ifo 2. Pero Kenia muestra reticencias. Teme que la olla a presión en que se ha convertido el campo acabe por desestabilizar esta pobre región.

Y es que el malestar de la población local va en aumento. Sus condiciones de vida no son mucho mejores que las de los refugiados. El gobierno no invierte en la zona, y la gente de Dadaab pueblo –a escasos kilómetros de los campos – convive con el complejo donde se alojan y trabajan las organizaciones internacionales, suntuoso en la comparación, amurallado e inaccesible. Un contraste de niveles de vida que escuece. “Sufrimos la presencia de los refugiados, que están agotando los recursos, y de las agencias, cuyos camiones nos destrozan los caminos. Y no recibimos ningún beneficio a cambio”, afirma Sadiq, concejal para el desarrollo del pueblo. Ante esta situación, los más jóvenes, con métodos algo toscos –bloquear la carretera o apedrear los 4×4 de la ayuda humanitaria –, tratan de conseguir empleo o cobrar su propio impuesto a las nuevas ONG que llegan a la zona. Lo logran.

Más grave es el conflicto entre la población local y los refugiados. Los autóctonos señalan a los asilados como causantes de la deforestación de la zona. Según explica el líder de Ifo, Mohamed Noor Aidin, “se han notificado violaciones y palizas a mujeres refugiadas cuando éstas se alejan del linde del campo para recoger leña”.

Ante la precariedad de la situación, muchos son los refugiados que quieren irse, como Hassan. No es fácil. Volver a Somalia no es alternativa. Durante las dos últimas décadas no ha habido más de seis meses sin guerra en el país del cuerno de África. Se han llevado a cabo catorce tentativas de paz pero ninguna ha dado frutos, en un conflicto con muchos actores y numerosas injerencias extranjeras. Se dice que el actual Gobierno de Sharif Sheik Ahmed apenas controla las cuatro calles que rodean su palacio en Mogadiscio.

Otra opción es quedarse en Kenia, eso sí, como sin papeles. Las autoridades keniatas exigen un permiso especial a los refugiados para salir de los campos, permiso que se da en raras ocasiones y que supone una violación del derecho de los refugiados a la libertad de movimiento. Pese a ello, se calcula que decenas de miles de somalíes viven y trabajan irregularmente en Nairobi.

“Estamos en una cárcel sin techo ni muros en la que sólo puedes mirar el cielo”, resume Mohamed Noor Aidin, que ejerce de líder del campo de Ifo Omar, en cambio, está cerca de abandonar Dadaab por la única vía legal y con garantías. Tras casi dos años de gestiones, en pocos días completará su proceso de reasentamiento que le llevará a Adelaide (Australia). Un proceso al que, sólo pueden acceder aquellos que llegaron al campo en 1991 y 1992. Él fue uno de los 8.600 seleccionados en 2009. Llegó con tan sólo ocho años. De su aterrizaje en Dadaab recuerda las dificultades para adaptar la sociedad somalí, nómada, a los límites estrictos pero invisibles del campo. Recuerda también la peligrosidad de la zona, los asaltos de bandidos y cómo debía hacer su camino diario a la escuela descalzo y con el estómago vacío. “Dadaab ha cambiado mucho desde entonces”, asegura, permitiéndose cierta nostalgia ante la marcha próxima de lo que ha sido su casa durante veinte años.

Un sentimiento que no pueden dejar aflorar la mayoría de jóvenes pese a que muchos son los que se van. Algunos clandestinamente a Libia y luego a Arabia Saudita por mar. Muchos mueren en el intento. Otros, forzados por la desesperanza, vuelven a Somalia a luchar como soldados, atraídos por falsas promesas de dinero. Un drama para los padres que ven impotentes como sus hijos vuelven a la guerra de la que ellos huyeron para salvarles.

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MÁS PUBLICACIONES SOBRE DADAAB:

Durante los 30 días que duró nuestra estada en el campo, durante el mes de octubre de 2009, escribimos también varias crónicas para el diario digital Soitu, actualmente desaparecido. Pese a ello, las crónicas se pueden leer aún en los siguientes enlaces:

1. En medio de la nada (leer)
2. N-0: donde llegan los refugiados para volver a empezar
(leer)
3. Dadaab – Sudáfrica – Australia: una nueva vida para Omar
(leer)
4. El laberinto del caótico conflicto de Somalia
(leer)